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Cuestión de principios...


Copyright © Ricardo Leon

Qué hermoso sería que todos hiciéramos lo que nos gusta y, además, pudiéramos vivir de ello, y vivir con cierta dignidad. No siempre es así. Pese a nuestros afanes de independencia, muchas veces tenemos que lidiar con gente que, si bien tiene el poder y el puesto, no tiene la autoridad moral ni intelectual para sobreponer su juicio al nuestro, pero tiene el poder. Poder y autoridad no significan lo mismo ni tienen las mismas consecuencias. No está mal que sea así. Lo que sí es indeseable es que quienes tienen el poder crean que tienen la autoridad, cosa que constituye –casi sistemáticamente- una receta para el desastre: administrativo, cultural, educativo, económico, social… Pocos entienden -y quienes lo han hecho brillan en la historia- que uno de los privilegios del poder es hacerse ilustrar por las mejores mentes que el círculo en que se desempeñan pueda proporcionarle. Quien tiene el poder de decisión casi nunca –salvo en muy ilustres y encumbradas excepciones, tiene la autoridad de sentar cátedra en materia alguna. Tampoco está mal. Pero cuando el poder se usa a sí mismo para pontificar y tratar de sentar criterios sobre cualquier materia, sólo nos queda observar atónitos. Casi todos ríen (la mayoría hipócritamente y con el único fin del mimetismo) de los desatinos que el actual Presidente comete casi cada vez que se expone verbalmente en público. Pero, exactamente los mismos, no se ríen de la estupideces que el inmediato superior pueda decir y, muchísimo peor: hacer. Viene a mi mente aquella caricatura verbal con la que se define de alguna manera la figura del jefe omnipotente: “ …qué horas son?” –pregunta el señor “Las que usted diga, Señor Presidente.” -responde el mini señor.

Una de las características más miserables de esta manera de relacionarse con el poder y la autoridad (o la falta de autoridad) es la autojustificación, es volverse activista de una causa que, sólo porque nos da ventajas (vulgares principalmente), entronizamos como correcta. Es querer explicar, justificar, maquillar, minimizar una estupidez sólo por el hecho de que viene de algún orden jerárquico superior (de poder) que nos cobija. Sería más digno, simplemente, hacer lo que se nos solicita sin mayor alboroto, en lugar de hacerlo negando nuestra inteligencia y aplaudiendo la estulticia, cubriendo espaldas (como si nos necesitaran) y no dudar en afirmar que, pese a lo estúpido de la situación -en realidad- el estúpido tiene razón o “alguna razón debe tener, por algo está allí.” Pues no, no es así.

El mundo está plagado de esta insana condición y México parece hacer grandes esfuerzos para mantenerse en uno de los primeros lugares: al lado de ser el país más obeso del mundo, sumaremos el de ser el más flaco de carácter.

Uno no siempre hace lo que quiere, pero si esta circunstancia nos obliga a meternos hasta el labio inferior en un pozo de miasma, uno, humildemente, sería de los que pidiera al resto de nuestros desafortunados compañeros de aventura que no hicieran olas. Hay quienes gustan desaforadamente de agitar el mar de detritos en que se encuentran y sonríen cuando una ola los cubre totalmente, como si fuera lluvia fresca y limpia: el alienante poder de saber que se duerme, como sabueso, a la puerta del que tiene el poder, firma los cheques, nos mantendrá en el puesto. Y por poder no me refiero a las altas esferas, no. No nos confundamos tan fácilmente. Por poder me refiero a cualquier estamento que nos signifique la mínima causa de sumisión necesaria, el mínimo sometimiento operativo, práctico, utilitario a una persona que recibe un cheque levemente más generoso que el nuestro.

Así de miserable es el tópico que nos arrancó de la siesta esta nebulosa tarde provincial.

Confundir lo que es correcto o pretender hacer pasar por correcto aquello que nos es conveniente y sólo por esa razón, es la manera más barata de pasarla “bien” en algún tipo de servidumbre. No se muestra apego por principio alguno que no sea el beneficio propio (real o ficticio) y es algo que, incluso, acabamos transmitiendo a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a quienes tienen el infortunio de depender de la formación que nosotros podemos o debemos proveer. El mal se multiplica, pero no solamente cuantitativamente sino que la intensidad del fenómeno arrecia y produce, cada vez más, resultados de muy diversa naturaleza. ¿No puede ser el “bullying” una manifestación de la miseria que le transmitimos a nuestros hijos y que aflora como una violencia que no tiene más sentido que la de parecer una venganza contra aquello que nos envilece aunque día a día lo practiquemos con una sonrisa? Puedo pensar en frivolidades extremas, hipocresía, servilismo, simulación, potenciados complejos de clase, arribismo. Y es que no es infrecuente que los más honrados, trabajadores, inteligentes, creativos, insumisos y provocativos personajes de los diferentes círculos sociales, laborales, profesionales y escolares sean las principales víctimas de acoso, burla, segregación, golpeteo, boitcots, violencia pura, incomprensión, extrañeza e, incluso, temor y recelo.

Los principios, esas erosionadas columnas de nuestra existencia, se llaman principios porque son el punto de partida de nuestros juicios y acciones, son el fiel de la balanza que nos pone de un lado u otro. Y como fiel de la balanza, es de desear que sean estables y resistentes al intemperismo, a las presiones, que sean independientes de aquello que se pesa. Los principios son tales en tanto se mantengan aún cuando no nos resulten convenientes, lucrativos, nos nieguen una vulgar ventaja económica, social, laboral, alguna sensación de prestigio (falso), algún emparentamieneto ganancioso con quien no goza de autoridad moral ni intelectual ni de ningún tipo, y ante quien desplegamos nuestra dignidad como un tapete de baño. Son sólo circos vulgares donde se juega a tener más (sin tener nada), aunque se hipoteque el trasero.

Somos muy duros de cabeza, no entendemos muchas cosas y, quizá por eso, escribimos a fin de aclararnos aunque sea atisbos de realidad. Uno, viendo las cosas como las ve, ve que hay dos maneras de conseguir lo que uno desea: una es bajándose los pantalones y la otra es fajándoselos muy bien. Claro que la decisión que se tome dependerá de la altura y elegancia de aquello que se desea.

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